Mangorè Eterno Ediciòn Especial 130 aniversario de su nacimiento

Revista Ñande Reko Nº 1

martes, 4 de junio de 2013

PRÓLOGO (2) AL LIBRO "MANGORÉ LA GUITARRA ETERNA" DE VÍCTOR M. OXLEY




                                                              por Gonzalo Solari
                                                        Arezzo, Italia, mayo de 2012

Un humorista cuyo nombre no recuerdo por razones que acaso Freud conoce, dijo que un prólogo es algo que se escribe después, se pone antes y no se lee ni antes ni después.
Consciente entonces de su intrínseca inutilidad, estas líneas al galope no pretenden ser más que una palmada en el hombro del lector; una manera afectuosa de decirle que vale la pena entrar en el magnífico libro de Víctor Oxley y recorrer sus páginas con la morosidad del que se deleita demorando un placer.
Saldrá de él enriquecido. “Mangoré, la guitarra eterna” nos da una visión de don Agustín y su Paraguay que es sobre todo una visión paraguaya, capaz de prescindir en gran parte de las influencias europeas o norteamericanas que se han hecho sentir de una manera casi siempre excesiva y no exenta, a menudo, de errónea superficialidad.
Más de una vez en mi ya larga vida de músico, me he preguntado por qué vuelvo siempre a ese inagotable pozo de belleza que es la obra de de Agustín Barrios.
Y por qué lo hago con el fresco asombro del primer encuentro.
¿Cuántas esperanzadas exhumaciones practicamos a lo largo de nuestra vida con ciertas músicas que se revelan decepcionantes?
A veces la razón está en las obras, a veces en quienes persiguen el fantasma de lo irrepetible.
Pero muy de tanto en tanto, sin embargo, se produce el milagro: la plenitud del reencuentro sin retaceos nos devuelve y nos instala en el primer deslumbramiento, todavía más asombroso ahora que no podemos blandir el escudo de la ingenuidad y la ignorancia.
Y claro, las grandes obras tienen una propiedad maravillosa: cuando se vuelve a ellas son siempre otra cosa, enriquecida y modificada, en todo caso enormemente más sugestivas.
En esa renovada fidelidad de los guitarristas a la obra de Barrios, subyace además una razón profunda: su música cambió la colorida paleta de la guitarra.
El timbre de nuestro instrumento adquirió con la escritura del genio paraguayo una pátina antigua que asoma y resplandece por encima del sordo y persistente pedal de las bordonas; como si aquellos vihuelistas y laudistas precursores se hubieran cruzado imaginariamente con Chopin y, desde algún lugar del tiempo, dispararan sus flechas gracias a este médium hechicero que congregó sus manes en habitaciones frías y flacas o al reparo de amigos entrañables como los Borda y Pagola o los Pasquet.
Barrios tiñó definitivamente la guitarra con su matiz inconfundible.
Uno de los más grandes desafíos que su música plantea a todo intérprete sensible es el de la digitación que, a menudo, es necesario cambiar en aras de un fraseo más fluido, sin destruir su razón más profunda: el color.
¡Cuántas veces nos enfrascamos con Abel (Carlevaro) en esta amigable discusión!  Cualquiera que escuche nuestras respectivas versiones de la romanza “Confesión” se podrá hacer una idea cabal y sonora de lo que mi pluma es incapaz de expresar.
Seguramente don Agustín desde el más allá, recordando los giros aprendidos en sus largas estadías uruguayas dirá para sus adentros: “ Che, cómo la pifiaron. ¡Estas “Confesiones” son imbancables!”
Y yo le daré la única respuesta que admite la madura honestidad: “Maestro, se puede lo que se hace y no viceversa”.
Entré en contacto con la obra de Agustín Barrios en un perdido pueblito del interior uruguayo, el Fray Bentos de mi infancia. Su música me ha regalado horas de inmensa y honda felicidad que he tratado de compartir con el público interpretándola a lo largo y ancho del mundo.
Este es, sin duda, el mejor homenaje que le podemos rendir: rescatarlo de la mezquina frialdad del bronce al que lo quiso condenar la miopía chovinista y provinciana de los Anidos y los Segovias.
Sus penetrantes olores a naftalina contrastan con la flor eternamente fresca y perfumada que don Agustín Pío Barrios plantó para siempre en el jardín de la historia.

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