por Gonzalo
Solari
Arezzo, Italia,
mayo de 2012
Un humorista cuyo nombre no recuerdo por
razones que acaso Freud conoce, dijo que un prólogo es algo que se escribe después,
se pone antes y no se lee ni antes ni después.
Consciente
entonces de su intrínseca inutilidad, estas líneas al galope no pretenden ser
más que una palmada en el hombro del lector; una manera afectuosa de decirle
que vale la pena entrar en el magnífico libro de Víctor Oxley y recorrer sus
páginas con la morosidad del que se deleita demorando un placer.
Saldrá
de él enriquecido. “Mangoré, la guitarra eterna” nos da una visión de don Agustín y su Paraguay que es sobre todo una
visión paraguaya, capaz de prescindir en gran parte de las influencias europeas
o norteamericanas que se han hecho sentir de una manera casi siempre excesiva y
no exenta, a menudo, de errónea superficialidad.
Más de una vez en mi ya larga vida de músico, me he
preguntado por qué vuelvo siempre a ese inagotable pozo de belleza que es la
obra de de Agustín Barrios.
Y por qué lo hago con el fresco asombro del primer
encuentro.
¿Cuántas esperanzadas exhumaciones practicamos a lo
largo de nuestra vida con ciertas músicas que se revelan decepcionantes?
A veces la razón está en las obras, a veces en quienes
persiguen el fantasma de lo irrepetible.
Pero muy de tanto en tanto, sin embargo, se produce el
milagro: la plenitud del reencuentro sin retaceos nos devuelve y nos instala en
el primer deslumbramiento, todavía más asombroso ahora que no podemos blandir
el escudo de la ingenuidad y la ignorancia.
Y claro, las grandes obras tienen una propiedad
maravillosa: cuando se vuelve a ellas son siempre otra cosa, enriquecida y
modificada, en todo caso enormemente más sugestivas.
En esa renovada fidelidad de los guitarristas a la
obra de Barrios, subyace además una razón profunda: su música cambió la
colorida paleta de la guitarra.
El timbre de nuestro instrumento adquirió con la
escritura del genio paraguayo una pátina antigua que asoma y resplandece por
encima del sordo y persistente pedal de las bordonas; como si aquellos
vihuelistas y laudistas precursores se hubieran cruzado imaginariamente con
Chopin y, desde algún lugar del tiempo, dispararan sus flechas gracias a este
médium hechicero que congregó sus manes en habitaciones frías y flacas o al
reparo de amigos entrañables como los Borda y Pagola o los Pasquet.
Barrios tiñó definitivamente la guitarra con su matiz
inconfundible.
Uno de los más grandes desafíos que su música plantea
a todo intérprete sensible es el de la digitación que, a menudo, es necesario
cambiar en aras de un fraseo más fluido, sin destruir su razón más profunda: el
color.
¡Cuántas veces nos enfrascamos con Abel (Carlevaro) en
esta amigable discusión! Cualquiera que
escuche nuestras respectivas versiones de la romanza “Confesión” se podrá hacer
una idea cabal y sonora de lo que mi pluma es incapaz de expresar.
Seguramente don Agustín desde el más allá, recordando
los giros aprendidos en sus largas estadías uruguayas dirá para sus adentros: “
Che, cómo la pifiaron. ¡Estas “Confesiones” son imbancables!”
Y yo le daré la única respuesta que admite la madura
honestidad: “Maestro, se puede lo que se hace y no viceversa”.
Entré en contacto con la obra de Agustín Barrios en un
perdido pueblito del interior uruguayo, el Fray Bentos de mi infancia. Su
música me ha regalado horas de inmensa y honda felicidad que he tratado de
compartir con el público interpretándola a lo largo y ancho del mundo.
Este es, sin duda, el mejor homenaje que le podemos
rendir: rescatarlo de la mezquina frialdad del bronce al que lo quiso condenar
la miopía chovinista y provinciana de los Anidos y los Segovias.
Sus penetrantes olores a naftalina contrastan con la
flor eternamente fresca y perfumada que don Agustín Pío Barrios plantó para
siempre en el jardín de la historia.
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