Por Víctor M.
Oxley*
En una escena de la memorable película "La misión", con
protagonistas no menos afamados, como Robert de Niro, Jeremy Irons entre otros,
se perfilan los márgenes de un cruzamiento argumental de raciocinios de
quiméricos bicéfalos, en donde se ponen en juicio, desde los forceps pre
juiciosos de españoles-europeos, la
naturaleza humana de los nativos guaraníes.
Un niño nativo hace gala de sus dotes musicales en prístina belleza
entonando una melodía con notas celestiales, que lejos de dejar pasmados a los
espectadores, lleva a estos a sostener
la radical idea, que esa sublime manifestación es la emergencia vacía del
reflejo de una sombra humana. Las misiones jesuíticas en el Paraguay fueron el
taller del herrero, en donde en singular experiencia se forjaron en molde
europeo las estructuras psíquicas de los nativos; que a parte de la
adoctrinación y dogmatización a que fueron sometidos, desarrollaron habilidades
desconocidas hasta casi increíbles a ojo de aquellos mentores europeos, ya no
practicaban la antropofagia sino que su fagocitosis transmutaba al
engullimiento cultural de las "Letras y las Artes". Los nativos se
convirtieron en auténticos copistas al estilo medioeval, artistas de los moldes
gráficos que plasmaron en auténtica belleza los códices que reproducían, así
también aprendieron a controlar su flexible imaginación dentro de la rigurosa
disciplina que impone el marco musical del arte barroco de Purcell, Handel,
Vivaldi y Bach, creando un verdadero milagro jamás imaginado ni soñado, ni en
los enjundiosos delirios del que no tiene muros de contención mentales,
"EL BARROCO GUARANI".
Hasta aquí todo es de maravillarse, para desteñir este cuadro de pureza
ideal, sólo basta tirar el baldazo de agua que deja diluir los colores
matizándolos en los de la mezquindad egoísta del prejuicio antes citado, pero
esta vez bajo otros ropajes; "el de una prohibición celosa que proscribe la justicia de una
autoafirmación, la que liga perennemente al ente creado con su creador (la
firma autoral), acto que no deja más que aflorar la mediocridad de unos
sensores, que creyendo que al permitir que estos nativos estampasen firma en sus
creaciones, pudieran estos igualarles en condición, no digo socio sino culturalmente,
y tal vez con el temor añadido y construido sobre una hipotética posibilidad de
quedar superados.
Lamentablemente el azar jugó su papel dentro de este continuo mundo de
variables desconocidas que es la historia y comprimió el espacio-tiempo de esta
posibilidad en la singularidad discontinua apresada en su propia gravedad. Hoy
excita nuestras mentes el recrearnos un mundo efecto de aquella posible causa
que fue truncada ¿Que sería hoy de nuestra cultura, si aquellos gérmenes
hubieran evolucionado sus tentáculos hasta nuestros días? Agustín Barrios
gastaba broma a sus contemporáneos comentando que él era el cacique Mangoré, un
indio forjado en aquel taller jesuítico, donde en el cual aprendió el dominio
de su arte.
Los grandes centros urbanos de la Europa medioeval, como muestra de
importancia erigían sus imponentes catedrales, afirmando su orgullo y
conciencia de magnificencia en ello. Estas imponentes estructuras, aparte de
ser ejemplares muestras de la habilidad constructiva racional humana,
encontraron su finalidad hacia la noble tarea perpetuadora del conocimiento
humano, cargando con la misión de convertirse en los centros del saber, y de
esta manera las encontramos como antecesoras de la Moderna Universidad, pues en
ellas se dictaban cátedras ordenadas en grupos como el Trívium y el Cuadrivium.
Los catedráticos eran los maestros especialistas que se encargaban de formar
las mentes en flexible y sutil dialéctica.
Es conocido por todos que Agustín Barrios tuvo un encuentro con el
afamado Andrés Segovia en Buenos Aires, un amigo en común los presenta; Barrios
en propia habitación y en guitarra misma de Segovia despliega sus habilidades
magistrales.
Es fácil imaginar la impresión que debió de causar al europeo, de entre
las obras que interpretó para aquél estaba su imponente "La
Catedral", pues Barrios mismo cuenta la atención de Segovia sobre esta en
particular, las crónicas relatan la
promesa de Barrios hacia Segovia de entregarle una copia de aquella para que la
incorporara en su repertorio; lo cierto es que Segovia nunca la tocó e ignoró a
Barrios en este sentido, su orgullo lo llevó a darle la espalda, pues el
resorte psicológico que conduce a Segovia a ello es, que de incorporar esa obra
soberbia y magnífica, sería reconocer abiertamente en igualdad de condiciones (interpretativas
y con el agregado extra de genial compositor) a su rival (los dos buscaban un
lugar de reconocimiento en la cima musical, sólo que Segovia representaba la
tradición europea y Barrios la ahistoricidad de una conciencia potencial, que
podría de erigirse en nueva y original tradición) ante el hipotético y
potencial público futuro.
Que distinto hubiera sido si aquel embrión jesuítico no se hubiera
extirpado, que lógico y causal hubiese sido para nosotros entender la
existencia del genio de Agustín Barrios como natural efecto de aquel, hoy
entenderíamos seguramente que el neobarroquismo de Barrios hunde sus raíces en
Domenico Zipoli y quien sabe el nombre de aquellos nativos anónimos que
blandieron el pulso en líneas y puntos de manchas sobre papel pautado y no
quemaríamos neuronas tratando de juntar las piezas de un rompecabezas buscando
genéticas filiaciones en el barroco musical europeo para justificarlo como
fenómeno singular de la historia.
Como si el azar de la historia nos tendiese una broma en constante burla
a nosotros, nos exuda el hecho de que fue una obra titulada "La Catedral",
eje de aquella situación entre dos grandes, en la cual el anónimo nativo sienta
cátedra de soberbio virtuoso ante los ojos atónitos del orgulloso europeo; pero
también quiso este ramdomizado devenir, que de alguna manera se haga justicia
con aquellos postergados artistas del barroco guaraní, al encontrar el devenir
cultural en Agustín Barrios -el cacique Nitsuga Mangoré- la figura
reivindicadora, sólo que esta vez, con pulso firme y seguro de sí mismo -en
aquellos maravillosos meses que van entre marzo a mayo de 1921 (escribió el
manuscrito de La Catedral a su mecenas y amigo uruguayo Martin Borda y Pagola)-
este plasmó su nombre con mayúsculas en la historia.
*Dr. en Ciencias de la Educación, Lic. en
Filosofía y músico
Muy buena reflexion
ResponderEliminarY SEGÚN CONTÁS EN OTRA PARTE, SEGOVIA CAMBIÓ SU FORMA DE TOCAR AL TOPARSE CON EL GENIAZO GUARANÍTICO...!!!
ResponderEliminarO SEA QUE LO ENVIDIABA Y LO ADMIRABA A LA VEZ...
EC